He comentado en alguna ocasión que entre mis obsesiones, las muchas que me recluyeron en mi propia locura, estaba la de observar desde lejos, desde la pantalla de una personalidad inventada, la vida social-semi-privada de mi padre. La fiebre se terminó. No digo que no visite la ventanilla, sé que sigue allí, que en cualquier momento puedo acercarme y me encontraré con algo. Pero ha perdido el atractivo.
Cuando el proceso legal terminó, apenas pasando unos días, descubrí el nuevo compromiso legal que el señor había adquirido. Y lo descubrí allí mismo, en esa brutal y virtual página. Ese mismo lugar en donde descubrí dolorosas verdades que en realidad ya sabía pero que jamás se compararían con verlo con mis ojos, aunque no fuera en vivo. Miré fotos, leí declaraciones que comprobaban tantos miedos. Y sucedió, claro, llegó el momento en el que ya nada podría sorprenderme, después de ciertos descubrimientos ya nada podría lastimarme igual. Y crecí.
Pienso que cuando me pica la cosquilla de entrar a stalkear es porque en realidad quiero saber de él, verlo, recordarlo, confirmar que está bien, que de alguna forma es amado, que tal vez en algún momento me recuerda. O no. A veces sólo quiero verlo. A veces invento que formo parte de su nueva vida. A veces invento que él sigue siendo parte de la mía. Lo que sí es verdad es que he aprendido a comprender muchas cosas, tal vez no sus acciones respecto a la separación, pero sí muchas decisiones, ideas y enseñanzas que me dio a lo largo de la vida que muchas veces no acepté, que muchas veces rechacé.
Al final de cuentas, de todo lo que soy, lo que pienso, lo que siento, lo que logro, lo que crezco, la mitad se la debo a él. Si alguien además de mi madre me enseñó a ser, fue él, que no haya logrado ser lo que él quería es otra cosa, pero soy, gracias a esas dos personas que hoy están tan separadas pero que en cada reacción, decisión, pensamiento y proceder, se reúnen en mí.
Deconstrucción (o cuando no sólo los niños lloran)
"... los cimientos fuertes que mis padres como matrimonio me habían colocado, me dejaban fraguar las columnas que yo quisiera sobre esa gran losa de cimentación. Ese día, sin embargo, la losa se quebró: No tenía el suficiente acero, el colado había sido pobre, pero los vicios ocultos eran lo más impresionante. Me convertí entonces en la deconstrucción andante. Ahora soy una columna rota que ya no sabe cuál es su papel."
lunes, 16 de junio de 2014
martes, 6 de mayo de 2014
Epifanía
Y a meses de haber subido un post, vuelvo en un extraño retorno. Ni tan extraño ni tan retorno. Nunca me he ido, lo que pasa es la vida, el trabajo, las crisis económicas y las faltas de tiempo. Pero sigo aquí, con este proceso rebanando poco menos mis sesos, secándose en costra, lenta y consistentemente. Mis avances emocionales han surgido, he caminado y avanzado, acercándome cada vez más al final, aunque a veces creo que no hay final o que el final será, de hecho, mi muerte.
Hace unos días me hice consciente de algo, la epifanía surgió de pronto de la fachada de una casa por la que pasaba en una tarde de trabajo: esta "orfandad" existirá toda mi vida, lo que me resta de vida, el tiempo que logre vivir. E, inevitablemente, un día tendrá que reunirse esta ex-familia, un día deberemos hacer tregua y sacar las banderillas de la paz. Y cuando llegue ese día ¿qué haré?, ¿qué pensaré o sentiré o diré?
Nunca creceré lo suficiente. Pero nunca dejo de crecer.
A muchos meses de mi luto post-divorcio-paterno-materno sigo sin desvestirme del color negro, pero ya he cambiado las prendas. Mi pensamiento ya no está sitiado por el dolor, por el rencor o por el miedo. Mi corazón es más libre. Mis días están llenos de sustancias agridulces que nada tienen qué ver con dolores ancestrales. Ahora yo surco mis propias batallas.
Si alguien anda en busca de mis palabras, aquí siguen, no desaparecieron, sólo se tomaron un tiempo. Se lavaron y renovaron.
Ya andaremos por acá de nuevo, sin pausas tan largas, creciendo.
Hace unos días me hice consciente de algo, la epifanía surgió de pronto de la fachada de una casa por la que pasaba en una tarde de trabajo: esta "orfandad" existirá toda mi vida, lo que me resta de vida, el tiempo que logre vivir. E, inevitablemente, un día tendrá que reunirse esta ex-familia, un día deberemos hacer tregua y sacar las banderillas de la paz. Y cuando llegue ese día ¿qué haré?, ¿qué pensaré o sentiré o diré?
Nunca creceré lo suficiente. Pero nunca dejo de crecer.
A muchos meses de mi luto post-divorcio-paterno-materno sigo sin desvestirme del color negro, pero ya he cambiado las prendas. Mi pensamiento ya no está sitiado por el dolor, por el rencor o por el miedo. Mi corazón es más libre. Mis días están llenos de sustancias agridulces que nada tienen qué ver con dolores ancestrales. Ahora yo surco mis propias batallas.
Si alguien anda en busca de mis palabras, aquí siguen, no desaparecieron, sólo se tomaron un tiempo. Se lavaron y renovaron.
Ya andaremos por acá de nuevo, sin pausas tan largas, creciendo.
lunes, 9 de diciembre de 2013
De verdad sucede
Me obsesioné, como suelo hacerlo desde que
tengo memoria con las cosas que más me hacen daño, como toda adicción. Dice un
meme muy facebookero “algunos fuman,
otros toman, otros se enamoran, cada quien se mata a su manera” y bueno, yo… yo
me hago adicta a los punzantes y dolorosos pinchazos del saber lo que no se
debería saber jamás.
Comencé a saber cosas de mi padre que no se
supone que debería descubrir de esa forma, me convertí en investigadora
profesional y saqué provecho de mis múltiples contactos en varios ámbitos
sociales, nunca había explotado tanto mis conocimientos hasta el grado de
arriesgarme a ampliarlos sin tener idea de los resultados. Una de las cosas más
obsesivas era entrar a una página especial creada para saber de él. Amanecía y
yo ya estaba en la página observando si escribía, si no escribía, si había
alguna foto, en fin… en cuanto tenía oportunidad volvía a entrar, de noche no
podía dormir si no entraba a stalkear.
Mi obsesión era tal que se volvió parte importante de mi vida cotidiana. Era una
ansiedad insoportable, una angustia aterradora, al grado de que mi mujer me
prohibió que entrara a la página, cosa que terminé haciendo a escondidas. Cuando
esto sucedió acepté que debía contárselo a mi terapeuta y trabajamos en ello.
Suena a comercial pero es real: en el ejercicio
expliqué mi situación de ansiedad y angustia y cómo quería llegar a sentirme,
cómo deseaba liberarme, cómo ansiaba no necesitar buscar, ya sabía demasiado. Salí
del ejercicio, bastante pesado por cierto, y tratando de pensar en otras cosas me
ocupé en hacer tareas, lavar ropa, hacer cena, y cuando caí en cuenta ya estaba
casi dormida, en la cama, sin haber encendido la computadora. El siguiente día
pasó normal: trabajo, comida, convivencia, tareas, cena, mascotas… llegó la
noche y yo no había abierto la página. Al tercer día tuve un rato de ocio y
pensé “es momento de entrar a revisar, habrá algo nuevo seguramente…” y, antes
de hacerlo sentí un enorme hastío y dije “no, ¡no!, qué flojera, mejor leeré
algún libro”. Y sí, así de esa forma tan inexplicable fui deshaciéndome de las
obsesiones más dañinas.
Esta liberación fue de las más disfrutables de
mi terapia, pero hay una muy consistente e infinitamente liberadora, cambiar el
sentimiento de odio hacia mi familia paterna por una indiferencia total.
Fue uno de los últimos temas que trabajé en la
terapia, dejándolo para después porque no lo consideraba prioritario. Al fin
llegamos a él y de nuevo repasé el sentimiento de traición, dolor, rechazo y
coraje hacia mi abuela, mis tías, tíos y hasta los primos, pues todos sabían de
la otra vida de mi padre y, aunque entendía que no era responsabilidad de ellos
decir la verdad, sí odiaba que cuando mi padre se fue ellos no hubieran tenido
ni la más mínima consideración para al menos hacer una llamada telefónica de
consuelo, de apoyo moral, unas palabras de aliento para decir “lo siento, él es
nuestra familia y lo apoyaremos siempre pero el tiempo que tú fuiste parte de
esta familia te quisimos…”, no sé, cualquier cosa. Yo esperaba que al menos mi
abuela, quien pasó por lo mismo y de quien mi madre fue paño de lágrimas,
buscara a mi mamá para confortarla, tal y como ella lo hizo cuando mi abuelo
actuó como mi padre lo estaba haciendo ahora. Pero nada. Entonces yo los
odiaba, que ni se me pararan enfrente. Todo eso lo describí en el ejercicio, y
después describí la forma en que confirmaría cuando hubiera superado ese dolor
y me encontraría en paz. Listo, salí de la sesión y continué mi vida normal.
Pasaron algunas semanas y un día sucedió, me
topé con una de sus hermanas y me saludó, muy feliz de la vida, como si nos
hubiéramos visto el día anterior. Me saludó y se fue, y yo no hice nada pero me
quedé con la sensación de que si no la enfrentaba en ese momento, nunca podría
liberarme, no era suficiente ignorarla. Así que cuando salió del lugar a donde
iba, yo seguía afuera y, armándome de valor y sin pensarlo demasiado, le
pregunté por qué no habían sido capaces, ni ella, ni sus hermanos ni su madre,
de haber buscado a mi madre para saber cómo estaba… palabras más, palabras
menos, me dio sus falsas razones, ilógicas y estúpidas, y ni siquiera me tomé
la molestia de meditarlas. Resumí mis sentimientos en un “no me interesa tu
respuesta, si te lo pregunté fue sólo porque tenía esta pregunta angustiándome
desde hace mucho tiempo, pero ha pasado tanto que de ustedes no me interesa
nada, ni a mi madre…”. Lo que me llamó la atención es que se fue muy molesta,
diciéndome que debía perdonar, que tanto rencor sólo me hacía daño y me
amargaría la existencia. Las mismas palabras que me dijo otra de sus hermanas
cuando me la topé, meses después, al pedirme que habláramos y me negué (ya
había dicho lo que necesitaba decir, no quería desgastarme en hacer preguntas inútiles
de las cuales ya no necesitaba respuesta). Al decirle a esta otra hermana que
no me interesaba ningún tipo de relación con ella ni con nadie de su familia,
se fue diciéndome que debía perdonar, que tanto rencor sólo me hacía daño y me
amargaría la existencia. Curiosamente fueron de nuevo las mismas palabras que
me dijo mi padre en la última comunicación que tuvimos, hace casi un año.
Y no entendieron y no me interesa explicarles,
que no tengo rencor ni odio hacia ellos, que mi vida no se ha amargado, que
pude rescatarme a tiempo y que el ignorarlos y cortar cualquier tipo de
contacto con ellos sólo me ha quitado un gran peso de encima. Ahora ellos no me
interesan, soy indiferente a ellos, no los necesito. No los odio, tan sólo no
los quiero. Y es muy gratificante sentirlo y aceptarlo.
martes, 26 de noviembre de 2013
¡Que comience la fiesta!
En vista de los trancazos que me estaba dando y
los que le estaba dando a mi familia, finalmente acudí con la psicóloga. Ya había
estado antes con ella, años atrás, resolviendo un tema arrastrado desde la
infancia y, aunque aquella vez no terminé la terapia, sí arreglé la mayor parte
del problema. Como sea, nada de lo vivido anteriormente, ni mis peores
depresiones, se comparaban con lo que estaba viviendo en esos momentos.
Mi queridísima terapeuta tiene un método de
trabajo muy práctico, cosa que a mí me funciona de maravilla ya que yo soy todo
lo opuesto, deben ponerme en cintura. De entrada tuve que hablarle del problema
que me afligía, pero sin extenderme toda la hora de la sesión: tendría apenas
unos minutos para concretarlo. Esto es algo que admiro de ella, su capacidad de
vislumbrar cuando uno comienza a divagar y a viajarse en “pequeñeces” para
traernos de regreso al punto principal… obvio, no es casualidad, es una
profesional, pero a uno le parece que todo detalle, todo antecedente, cualquier
nimiedad es un gran porcentaje del problema. Bueno, ella me regresaba al camino
a cada momento, con preguntas muy certeras y concisas. Así redactamos una “lista”
de metas a lograr para trabajar durante las 15 a 16 sesiones programadas, que
al final fueron 21. Esta lista incluía varios puntos pero el principal era,
como lo he mencionado en otras entradas, el entender porqué se separaba mi
familia. Sin embargo, otros puntos de la lista mucho más aterrizados eran
comprender a mi padre como ser humano, como hombre, deshacerme de rencor y
coraje, dejar a mi mamá lo suficientemente sola para que ella viviera lo que
tuviera que vivir, confiar en ella como adulta independiente, cambiar el odio
hacia la familia paterna por indiferencia, etcétera.
Mi terapeuta practica la hipnosis ericksoniana,
así que desde la primera sesión trabajamos de esa manera. Por si no conocen
esta técnica, les platicaré desde mi visión de paciente:
Primero la terapeuta realiza una serie de
preguntas que van encaminadas en una primera parte a definir el problema (yo lo
llamaría subproblema ya que consiste en ir aterrizando el problema global en
pequeñas partecitas más manejables para ir resolviendo de lo particular a lo
general), en una segunda parte a definir la solución idónea. Después uno se
recuesta cómodamente en el sofá y comienza la guía de su voz hacia un estado no
inconsciente sino más abierto, más perceptivo. Según me ha explicado, el
ejercicio no consiste en dormirte y que te aprendas las cosas de memoria sin
entenderlas, sino en estar consciente con todos los sentidos, de tal forma que
tu subconsciente también esté despierto y, mientras tu consciencia se da cuenta
de todo, tu subconsciente va grabándolo todo y mientras tú sigues tu vida
normal, dentro de ti está trabajando, se está desarrollando esa solución idónea
y va marcando las pautas necesarias para que finalmente se realice en tu
realidad cotidiana, tan natural que ni cuenta te habrás dado.
Bien, nunca sientes que te duermes ni que te
vas y jamás dejas de percibir todo lo que sucede a tu alrededor, pero mientras
tu consciencia se concentra en el sonido de su voz o en el aire acondicionado o
en el camión que va pasando afuera, tu subconsciente escucha lo que ya habías
dicho antes y que ella sólo repite: “yo tenía este problema, solía vivir así y
asá, sentir esto y aquello y tal cosa me causaba tal y tal…”, vienen después
muchas palabras de tranquilidad, de calidez, y vuelve a empezar pero ahora en
otro sentido: “ahora mi problema tal se resolvió, veo esto, siento aquello, soy
tal y tal…”, y mientras dice esta segunda parte va haciendo preguntas como si
logras ver una sensación, sí, verla, en una imagen, en un color, en un recuerdo,
si pasa algo ahí dentro, si escuchas, si sientes, si quieres… después sigue con
palabras de tranquilidad y finaliza el trance. Despiertas, te sientes
amodorrado pero no dormido, a menos claro que haya sido un ejercicio muy
fuerte. A mí me pasó varias veces, después de finalizar el ejercicio debía
quedarme un buen rato sentada hasta regresar completamente no del trance (de
ese ella te saca) sino de la emoción del trance (esa sí es muy personal).
Sales de la consulta, te vas, rememoras todo el
ejercicio y te das cuenta de que muchas cosas no las recuerdas bien, no
exactas, que te has perdido de instantes o que hubieras respondido tal cosa en
lugar de otra. Fuera de eso no te sientes más fuerte o más delgado o menos
emocional o más feliz, sin embargo sientes algo distinto. Pasa el día, pasa la
noche y, con las cosas del diario, te olvidas de la sesión hasta la siguiente. Pero
en medio de la semana, o quincena o mes entre una sesión y otra, te topas con
una situación parecida a las que vivías antes, en las que antes respondías con
coraje, con violencia o con ansiedad, en cambio ahora sin pensarlo siquiera
sólo ignoras el asunto, o le pones un punto final definitivo. No te das cuenta
de nada hasta que te alejas y, al pensar en lo que acaba de pasar, recuerdas
que esa no era tu respuesta habitual, que has logrado lo que querías y que
sucedió así, sin planearlo, sin pensarlo, sin decidirlo. ¿Porqué? Porque ya lo
habías decidido antes, en aquella sesión con la terapeuta, tu solución idónea
que ella releyó a la hora de la hipnosis se externó, la actuaste, la viviste,
porque siempre fue tuya, sólo había que abrirle la puerta.
Todo suena fantástico e increíble, y lo es. Por
ahora hasta aquí me quedaré pero en la siguiente entrada ejemplificaré este
ejercicio con mis experiencias, claro, que de eso se trata.
martes, 12 de noviembre de 2013
Los retazos
Y así tomé un camino, no muy convencida, sí muy
enojada. Me dediqué a recopilar información, como estudiante investigando para
confirmar sus hipótesis. Vaya, siempre fui muy buena para esas materias de
métodos de investigación y formación de tesis y tesinas. Pero como esto no era
un trabajo académico, le dediqué más tiempo y fuerza que a nada. Suelo ser muy
obsesiva con las cosas que me interesan, obsesiva al punto de la compulsión, y
esta situación fue la prueba de fuego.
Al paso de los días, mi padre finalmente fue
cambiando de actitud hasta aceptar que no volvería y comenzó los trámites del
divorcio. Bueno, eso yo lo veía venir desde el principio y traté de que a mi
madre no le sorprendiera pero claro, eso fue imposible. Comenzaron pues los
tratos legales, los acuerdos entre ellos, cosas más, cosas menos, y a cuatro
meses de la separación tuve el último diálogo con mi padre. Fue, más que
diálogo, una discusión por radio que no llevó a ninguna solución. Yo le pedía
que cumpliera con cierto compromiso económico de la casa familiar mientras él
se negaba y me dejaba a mí la responsabilidad de ayudar a mi madre a
resolverlo. Qué conveniente, yo no podía meterme en sus asuntos pero sí debía
ayudar a mi madre a resolver los problemas que estos asuntos generaran, poca
cosa.
El diálogo se transformó en discusión y terminó
en insultos. Jamás le dije una grosería, nunca lo ofendí con palabras, pero el
enfrentarlo y exigirle que cumpliera con algo fue para él una ofensa, ¿quién
era yo para exigirle tal cosa?, ¿quién era si no sólo una hija? Yo por mi parte
me tragué sus insultos, y aunque me siguen doliendo como en ese día, ahora
puedo entender que fue su mecanismo de defensa, ¿qué hacemos todos cuando nos
sentimos atacados y no tenemos armas para defendernos, argumentos verdaderos?,
pues peleamos como gato panza-arriba y atacamos, sin sentido, sin ton ni son,
sólo atacamos. Sí, no me deja de doler pero lo entiendo, ahora lo entiendo.
¿Qué hacía? Su hija le reclamaba cierta obligación que no era con ella, ¿porqué
darle explicaciones?
Fui intermediaria en esa y otras ocasiones,
muchas de ellas sin que mi madre lo supiera. Fui testigo y parte de todo el
proceso legal del divorcio, el acuerdo que no se pudo lograr, las pruebas que
yo aporté para el expediente, las citas con el licenciado en donde casi siempre
yo estaba presente… incluso lo acusé de vendido cuando las cosas no salieron
como estaban planeadas. Pero ¿qué era verdad y qué no lo era? De acuerdo, había
aspectos que debían defenderse pero yo no era un ser neutral, ¿eso me hace
culpable de entrometerme?, ¿me justifica? Fui visceral, fui ciegamente parcial,
eran las consecuencias de tomar partido, lo sabía y lo acepté solemnemente. Pero
ojalá hubiera sido lo suficientemente fuerte y sensata como para sobrellevar
esas consecuencias… no fue así, lógicamente después de tragarme todos y cada
uno de los momentos dolorosos, de frustración, de tristeza, de coraje, todo lo
vomitaba en mi casa, en mi espacio, y no siempre a solas… uno siempre se lleva
entre las patas a quien menos debe.
Mi mujer me apoyaba, nunca he conocido a
persona más solidaria que ella, fue amiga para mi madre, pañuelo de lágrimas y
guerrera defensora, pero tuvo que sacudirme más de una vez para hacerme
reaccionar cuando mi mundo se limitaba a la lucha entre mis padres. De pronto
yo no estaba en mí, no tenía tiempo para ella, no hablaba de otra cosa que no
fueran mis padres, siempre estaba un paso delante de mi madre, siempre un paso
detrás de mi padre… Y varias veces, muchas tal vez, tuvo que rasgarme con
palabras, reprenderme como niña pequeña y abrirme una herida para drenar lo que
yo no podía soltar, lo podrido que traía dentro y que me estaba pudriendo a mí.
Ella me rescató muchas veces de ahogarme en la amargura, me obligaba a salir, a
hacer otras cosas, a dejar sola a mi madre para que también ella creciera, para
que también ella sanara y para sanar yo.
Puedo imaginar qué habría sido de mí sin ella,
en esos momentos en los que me obsesionaba y no dormía pensando en cómo
resolver un asunto que no era mío, y no es nada agradable. Ella fue mi
equilibrio y me salvó de la locura, y me mantuvo a flote hasta que decidí
buscar ayuda profesional. Es difícil explicar lo que sentía en esos momentos,
estaba en medio de una guerra en donde peleaba yo sola, en la que atacaba a mi
padre y defendía a mi madre pero en realidad atacaba lo que odiaba y defendía
lo que amaba, no a las personas sino a las esencias: mi familia era lo que se
estaba muriendo, lo que se había quebrado y yo luchaba contra todo aquello que
lo rasgaba cada vez más y trataba de remendar lo que quedaba sano, pero ya nada
estaba intacto. Yo misma terminé de rasgar lo poco que se había salvado. Yo quería
zurcir y remediar lo que quedaba de mi familia, pero a veces olvidaba que yo ya
tenía mi propia familia y también debía protegerla… protegerla de mí misma.
martes, 22 de octubre de 2013
¡Sorpresa!
Pasaban de las cuatro de la tarde, estaba en mi
trabajo y sonó mi radio. Era mi papá. Me dijo que quería informarme algo,
entonces me alarmé, y así como va me dijo: “me voy de la casa, tu madre y yo
nos separamos”. Entre otras cosas que en ese momento encontré sin sentido, yo
me quedé hundida en esa frase, me quedé estancada en medio de la oración. Él fue
muy condescendiente y me dijo mil veces que nada cambiaría entre nosotros. Yo sólo
lloraba, frente a mi compañera de oficina y amiga, preguntaba por qué una y
otra vez y seguía llorando. Después de decirme que nos veríamos en unos días y
que estuviera al pendiente de mi mamá, colgamos. El resto de la jornada estuve
en shock, no tenía ni siquiera fuerzas para pedir permiso e irme. Sólo seguí
respirando.
Era viernes y yo no hablé con mi madre, no
quería llamarla, ¿qué le diría, qué le preguntaría? ¿A qué padre se le ocurre informarles a sus
hijos por teléfono que deja a su madre? Era una sensación extremadamente rara,
no sabía cómo enfrentar, cómo buscarlos, qué decir. Era como haberme hecho
partícipe de algo atándome las manos. Vaya, ahora comprendo que mis manos
siempre han estado atadas, y no como una prohibición sino porque no era mi
problema. Pero así lo sentía.
La noche del sábado mi mamá fue a mi casa
porque ya teníamos una cita para pasar una velada juntas. No dije nada, actué
rara, tensa, con miedo, y ella estaba igual. Ya cuando se levantó para despedirse
me lo dijo: “tu papá se fue esta mañana de la casa… pero volverá, me pidió unos
días para despejar su mente y tranquilizarse… está muy presionado por el
trabajo y bueno…”, palabras más, palabras menos. De pronto me sentí como mamá
platicando con su hija adolescente, con pocas experiencias, dolida por su
primer corazón roto. Creo que ahí comenzó mi camino de traspiés y errores, pero
¿qué hacía? Mi madre justificaba a mi padre por haberse ido, jurando que
volvería en unos días más. Ella ni siquiera lloraba, decía que no lo haría
porque sabía que él iba a regresar. No sé de dónde me salieron las palabras “cuando
un hombre dice que necesita un tiempo es porque no tiene los pantalones para
decir que no volverá”. Fue el momento del quiebre definitivo de la delicada
relación con mi padre.
Le pedí que no esperara mucho, que no se
ilusionara mucho y que se ocupara en otras cosas, que no pensara demasiado. Ella
estaba tranquila o, mejor dicho, intentaba aparentarlo. Yo cada vez sentía
menos fuerzas y más confusión, formaba parte de la situación pero con dos
versiones distintas y sin nada que pudiera hacer. Estaba en medio pero como en
una isla, sin poder ir ni a un lado ni al otro.
Pasaba el tiempo viendo a mi madre a diario y
hablando con mi padre cada dos o tres días. La cita para vernos jamás llegó, le
insistía y me decía que estaba muy ocupado. Mi hermana, quien vivía con mi
madre, comenzó a reaccionar también, a su manera, y le insistí muchas veces a
mi padre para reunirnos los tres y hablar. Siempre me daba largas y finalmente
mi hermana se fue, salió huyendo de todo y se aisló. Aun no lo sé, espero que
su reacción haya sido más saludable que la mía.
Conforme mi padre se negaba a verme y
distanciaba las llamadas, mi mente ya viciada comenzó a hacerse más conjeturas
de las normales. Comencé a presionarlo para vernos, a llamarle de repente para encontrarlo
en donde estuviera y nunca podía decírmelo. Comencé a buscar. Aquí viene la
primera confesión de algo de lo que no me enorgullezco en absoluto: lo
investigué desde las redes sociales hasta los registros de propiedades. Como
dije en un post anterior, el que busca, encuentra. Y encontré.
Cuando supe que había toda una vida paralela a
la que conocíamos, me encontré en la disyuntiva entre decirle a mi madre para
que dejara de esperar o enfrentarlo a él para que dejara de mentirle. La finalidad
era la misma, evitarle un segundo daño a ella. Si él ya se iba a ir, ¿por qué
no le dijo sus verdaderas razones, por qué engañarla diciendo que volvería
cuando no era su intención? Ya lo he dicho antes, la comunicación con mi padre
no era muy estrecha y cualquier cuestionamiento de mi parte lo recibía de muy
mala gana y jamás llegábamos a nada, así que me decidí por contarle todo a
mamá.
No fue tan fácil como suena, me enfermé, me dio
fiebre, diarrea, migraña, insomnio… ¿cómo decirle a mi madre que su marido, mi
padre, tenía otra vida, y que mucha gente lo sabía menos ella? Era mi padre,
estaría descubriendo a mi padre, ¡era mi padre! Pero yo sólo quería que ella
dejara de esperar, yo sabía lo que era esperar algo que no llegaría, hacerse
pedazos imaginando lo que jamás sucedería, justificar a alguien que te lastima
sólo porque no quieres que se vaya. Era mi madre, lógicamente con más vivencias
que yo, pero sentía que ella no había sufrido ese tipo de dolores jamás, y yo
sabía muy bien lo que se sentía. Era infinitamente doloroso verla sentadita en
el patio de su casa, perfumada, arreglada, todas las noches esperando a que él
llegara. Pero él no regresaría, y se lo dije, pero esta vez con argumentos “reales”.
Con fiebre, con dolor de estómago y ojeras de tres
días, la miré a los ojos: “mi papá no regresará”. “¿Por qué estás diciendo eso?”
Le conté todo lo que sabía, su otra vida. Le rompí el mundo, como lo iba a
hacer él tarde o temprano. Pero lo hice yo. No sé si fue malo o bueno, si de
todas formas sufriría, si de cualquier manera lo sabría por él mismo o por
cualquier otra persona. Pero fui yo quien se lo dijo, quien la hizo llorar como
niña, quien la lastimó. Y al verla así, frágil, rota, me convertí en fiera y la
adopté, autonombrándome su protectora ilimitada, como si yo no fuera a sentir
nada. Me transformé en escudo y me llené de rasguños, y de todos modos no pude
evitarle el sufrimiento.
La lastimé a ella diciéndole una verdad que no
era mía, y lo lastimé a él al descubrirlo sin haberlo hablado primero. Y nada
de eso era mi verdad. Me creí perfecta y lo acusé de todo aquello de lo que él
siempre acusaba a los demás. Hice lo que tanto critiqué de él, porque yo
tampoco era perfecta. No sé si hice mal, no me arrepiento de nada pero ahora
soy capaz de ver lo malo de mis acciones, las alternativas que no vislumbré en
esos momentos.
No me arrepiento de nada pero tal vez había
otros caminos que no fui capaz de tomar.
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