lunes, 9 de diciembre de 2013

De verdad sucede



Me obsesioné, como suelo hacerlo desde que tengo memoria con las cosas que más me hacen daño, como toda adicción. Dice un meme muy facebookero “algunos fuman, otros toman, otros se enamoran, cada quien se mata a su manera” y bueno, yo… yo me hago adicta a los punzantes y dolorosos pinchazos del saber lo que no se debería saber jamás.
Comencé a saber cosas de mi padre que no se supone que debería descubrir de esa forma, me convertí en investigadora profesional y saqué provecho de mis múltiples contactos en varios ámbitos sociales, nunca había explotado tanto mis conocimientos hasta el grado de arriesgarme a ampliarlos sin tener idea de los resultados. Una de las cosas más obsesivas era entrar a una página especial creada para saber de él. Amanecía y yo ya estaba en la página observando si escribía, si no escribía, si había alguna foto, en fin… en cuanto tenía oportunidad volvía a entrar, de noche no podía dormir si no entraba a stalkear. Mi obsesión era tal que se volvió parte importante de mi vida cotidiana. Era una ansiedad insoportable, una angustia aterradora, al grado de que mi mujer me prohibió que entrara a la página, cosa que terminé haciendo a escondidas. Cuando esto sucedió acepté que debía contárselo a mi terapeuta y trabajamos en ello.
Suena a comercial pero es real: en el ejercicio expliqué mi situación de ansiedad y angustia y cómo quería llegar a sentirme, cómo deseaba liberarme, cómo ansiaba no necesitar buscar, ya sabía demasiado. Salí del ejercicio, bastante pesado por cierto, y tratando de pensar en otras cosas me ocupé en hacer tareas, lavar ropa, hacer cena, y cuando caí en cuenta ya estaba casi dormida, en la cama, sin haber encendido la computadora. El siguiente día pasó normal: trabajo, comida, convivencia, tareas, cena, mascotas… llegó la noche y yo no había abierto la página. Al tercer día tuve un rato de ocio y pensé “es momento de entrar a revisar, habrá algo nuevo seguramente…” y, antes de hacerlo sentí un enorme hastío y dije “no, ¡no!, qué flojera, mejor leeré algún libro”. Y sí, así de esa forma tan inexplicable fui deshaciéndome de las obsesiones más dañinas.
Esta liberación fue de las más disfrutables de mi terapia, pero hay una muy consistente e infinitamente liberadora, cambiar el sentimiento de odio hacia mi familia paterna por una indiferencia total.
Fue uno de los últimos temas que trabajé en la terapia, dejándolo para después porque no lo consideraba prioritario. Al fin llegamos a él y de nuevo repasé el sentimiento de traición, dolor, rechazo y coraje hacia mi abuela, mis tías, tíos y hasta los primos, pues todos sabían de la otra vida de mi padre y, aunque entendía que no era responsabilidad de ellos decir la verdad, sí odiaba que cuando mi padre se fue ellos no hubieran tenido ni la más mínima consideración para al menos hacer una llamada telefónica de consuelo, de apoyo moral, unas palabras de aliento para decir “lo siento, él es nuestra familia y lo apoyaremos siempre pero el tiempo que tú fuiste parte de esta familia te quisimos…”, no sé, cualquier cosa. Yo esperaba que al menos mi abuela, quien pasó por lo mismo y de quien mi madre fue paño de lágrimas, buscara a mi mamá para confortarla, tal y como ella lo hizo cuando mi abuelo actuó como mi padre lo estaba haciendo ahora. Pero nada. Entonces yo los odiaba, que ni se me pararan enfrente. Todo eso lo describí en el ejercicio, y después describí la forma en que confirmaría cuando hubiera superado ese dolor y me encontraría en paz. Listo, salí de la sesión y continué mi vida normal.
Pasaron algunas semanas y un día sucedió, me topé con una de sus hermanas y me saludó, muy feliz de la vida, como si nos hubiéramos visto el día anterior. Me saludó y se fue, y yo no hice nada pero me quedé con la sensación de que si no la enfrentaba en ese momento, nunca podría liberarme, no era suficiente ignorarla. Así que cuando salió del lugar a donde iba, yo seguía afuera y, armándome de valor y sin pensarlo demasiado, le pregunté por qué no habían sido capaces, ni ella, ni sus hermanos ni su madre, de haber buscado a mi madre para saber cómo estaba… palabras más, palabras menos, me dio sus falsas razones, ilógicas y estúpidas, y ni siquiera me tomé la molestia de meditarlas. Resumí mis sentimientos en un “no me interesa tu respuesta, si te lo pregunté fue sólo porque tenía esta pregunta angustiándome desde hace mucho tiempo, pero ha pasado tanto que de ustedes no me interesa nada, ni a mi madre…”. Lo que me llamó la atención es que se fue muy molesta, diciéndome que debía perdonar, que tanto rencor sólo me hacía daño y me amargaría la existencia. Las mismas palabras que me dijo otra de sus hermanas cuando me la topé, meses después, al pedirme que habláramos y me negué (ya había dicho lo que necesitaba decir, no quería desgastarme en hacer preguntas inútiles de las cuales ya no necesitaba respuesta). Al decirle a esta otra hermana que no me interesaba ningún tipo de relación con ella ni con nadie de su familia, se fue diciéndome que debía perdonar, que tanto rencor sólo me hacía daño y me amargaría la existencia. Curiosamente fueron de nuevo las mismas palabras que me dijo mi padre en la última comunicación que tuvimos, hace casi un año.
Y no entendieron y no me interesa explicarles, que no tengo rencor ni odio hacia ellos, que mi vida no se ha amargado, que pude rescatarme a tiempo y que el ignorarlos y cortar cualquier tipo de contacto con ellos sólo me ha quitado un gran peso de encima. Ahora ellos no me interesan, soy indiferente a ellos, no los necesito. No los odio, tan sólo no los quiero. Y es muy gratificante sentirlo y aceptarlo.

martes, 26 de noviembre de 2013

¡Que comience la fiesta!



En vista de los trancazos que me estaba dando y los que le estaba dando a mi familia, finalmente acudí con la psicóloga. Ya había estado antes con ella, años atrás, resolviendo un tema arrastrado desde la infancia y, aunque aquella vez no terminé la terapia, sí arreglé la mayor parte del problema. Como sea, nada de lo vivido anteriormente, ni mis peores depresiones, se comparaban con lo que estaba viviendo en esos momentos.
Mi queridísima terapeuta tiene un método de trabajo muy práctico, cosa que a mí me funciona de maravilla ya que yo soy todo lo opuesto, deben ponerme en cintura. De entrada tuve que hablarle del problema que me afligía, pero sin extenderme toda la hora de la sesión: tendría apenas unos minutos para concretarlo. Esto es algo que admiro de ella, su capacidad de vislumbrar cuando uno comienza a divagar y a viajarse en “pequeñeces” para traernos de regreso al punto principal… obvio, no es casualidad, es una profesional, pero a uno le parece que todo detalle, todo antecedente, cualquier nimiedad es un gran porcentaje del problema. Bueno, ella me regresaba al camino a cada momento, con preguntas muy certeras y concisas. Así redactamos una “lista” de metas a lograr para trabajar durante las 15 a 16 sesiones programadas, que al final fueron 21. Esta lista incluía varios puntos pero el principal era, como lo he mencionado en otras entradas, el entender porqué se separaba mi familia. Sin embargo, otros puntos de la lista mucho más aterrizados eran comprender a mi padre como ser humano, como hombre, deshacerme de rencor y coraje, dejar a mi mamá lo suficientemente sola para que ella viviera lo que tuviera que vivir, confiar en ella como adulta independiente, cambiar el odio hacia la familia paterna por indiferencia, etcétera.
Mi terapeuta practica la hipnosis ericksoniana, así que desde la primera sesión trabajamos de esa manera. Por si no conocen esta técnica, les platicaré desde mi visión de paciente:
Primero la terapeuta realiza una serie de preguntas que van encaminadas en una primera parte a definir el problema (yo lo llamaría subproblema ya que consiste en ir aterrizando el problema global en pequeñas partecitas más manejables para ir resolviendo de lo particular a lo general), en una segunda parte a definir la solución idónea. Después uno se recuesta cómodamente en el sofá y comienza la guía de su voz hacia un estado no inconsciente sino más abierto, más perceptivo. Según me ha explicado, el ejercicio no consiste en dormirte y que te aprendas las cosas de memoria sin entenderlas, sino en estar consciente con todos los sentidos, de tal forma que tu subconsciente también esté despierto y, mientras tu consciencia se da cuenta de todo, tu subconsciente va grabándolo todo y mientras tú sigues tu vida normal, dentro de ti está trabajando, se está desarrollando esa solución idónea y va marcando las pautas necesarias para que finalmente se realice en tu realidad cotidiana, tan natural que ni cuenta te habrás dado.
Bien, nunca sientes que te duermes ni que te vas y jamás dejas de percibir todo lo que sucede a tu alrededor, pero mientras tu consciencia se concentra en el sonido de su voz o en el aire acondicionado o en el camión que va pasando afuera, tu subconsciente escucha lo que ya habías dicho antes y que ella sólo repite: “yo tenía este problema, solía vivir así y asá, sentir esto y aquello y tal cosa me causaba tal y tal…”, vienen después muchas palabras de tranquilidad, de calidez, y vuelve a empezar pero ahora en otro sentido: “ahora mi problema tal se resolvió, veo esto, siento aquello, soy tal y tal…”, y mientras dice esta segunda parte va haciendo preguntas como si logras ver una sensación, sí, verla, en una imagen, en un color, en un recuerdo, si pasa algo ahí dentro, si escuchas, si sientes, si quieres… después sigue con palabras de tranquilidad y finaliza el trance. Despiertas, te sientes amodorrado pero no dormido, a menos claro que haya sido un ejercicio muy fuerte. A mí me pasó varias veces, después de finalizar el ejercicio debía quedarme un buen rato sentada hasta regresar completamente no del trance (de ese ella te saca) sino de la emoción del trance (esa sí es muy personal).
Sales de la consulta, te vas, rememoras todo el ejercicio y te das cuenta de que muchas cosas no las recuerdas bien, no exactas, que te has perdido de instantes o que hubieras respondido tal cosa en lugar de otra. Fuera de eso no te sientes más fuerte o más delgado o menos emocional o más feliz, sin embargo sientes algo distinto. Pasa el día, pasa la noche y, con las cosas del diario, te olvidas de la sesión hasta la siguiente. Pero en medio de la semana, o quincena o mes entre una sesión y otra, te topas con una situación parecida a las que vivías antes, en las que antes respondías con coraje, con violencia o con ansiedad, en cambio ahora sin pensarlo siquiera sólo ignoras el asunto, o le pones un punto final definitivo. No te das cuenta de nada hasta que te alejas y, al pensar en lo que acaba de pasar, recuerdas que esa no era tu respuesta habitual, que has logrado lo que querías y que sucedió así, sin planearlo, sin pensarlo, sin decidirlo. ¿Porqué? Porque ya lo habías decidido antes, en aquella sesión con la terapeuta, tu solución idónea que ella releyó a la hora de la hipnosis se externó, la actuaste, la viviste, porque siempre fue tuya, sólo había que abrirle la puerta.
Todo suena fantástico e increíble, y lo es. Por ahora hasta aquí me quedaré pero en la siguiente entrada ejemplificaré este ejercicio con mis experiencias, claro, que de eso se trata.

martes, 12 de noviembre de 2013

Los retazos



Y así tomé un camino, no muy convencida, sí muy enojada. Me dediqué a recopilar información, como estudiante investigando para confirmar sus hipótesis. Vaya, siempre fui muy buena para esas materias de métodos de investigación y formación de tesis y tesinas. Pero como esto no era un trabajo académico, le dediqué más tiempo y fuerza que a nada. Suelo ser muy obsesiva con las cosas que me interesan, obsesiva al punto de la compulsión, y esta situación fue la prueba de fuego.
Al paso de los días, mi padre finalmente fue cambiando de actitud hasta aceptar que no volvería y comenzó los trámites del divorcio. Bueno, eso yo lo veía venir desde el principio y traté de que a mi madre no le sorprendiera pero claro, eso fue imposible. Comenzaron pues los tratos legales, los acuerdos entre ellos, cosas más, cosas menos, y a cuatro meses de la separación tuve el último diálogo con mi padre. Fue, más que diálogo, una discusión por radio que no llevó a ninguna solución. Yo le pedía que cumpliera con cierto compromiso económico de la casa familiar mientras él se negaba y me dejaba a mí la responsabilidad de ayudar a mi madre a resolverlo. Qué conveniente, yo no podía meterme en sus asuntos pero sí debía ayudar a mi madre a resolver los problemas que estos asuntos generaran, poca cosa.
El diálogo se transformó en discusión y terminó en insultos. Jamás le dije una grosería, nunca lo ofendí con palabras, pero el enfrentarlo y exigirle que cumpliera con algo fue para él una ofensa, ¿quién era yo para exigirle tal cosa?, ¿quién era si no sólo una hija? Yo por mi parte me tragué sus insultos, y aunque me siguen doliendo como en ese día, ahora puedo entender que fue su mecanismo de defensa, ¿qué hacemos todos cuando nos sentimos atacados y no tenemos armas para defendernos, argumentos verdaderos?, pues peleamos como gato panza-arriba y atacamos, sin sentido, sin ton ni son, sólo atacamos. Sí, no me deja de doler pero lo entiendo, ahora lo entiendo. ¿Qué hacía? Su hija le reclamaba cierta obligación que no era con ella, ¿porqué darle explicaciones?
Fui intermediaria en esa y otras ocasiones, muchas de ellas sin que mi madre lo supiera. Fui testigo y parte de todo el proceso legal del divorcio, el acuerdo que no se pudo lograr, las pruebas que yo aporté para el expediente, las citas con el licenciado en donde casi siempre yo estaba presente… incluso lo acusé de vendido cuando las cosas no salieron como estaban planeadas. Pero ¿qué era verdad y qué no lo era? De acuerdo, había aspectos que debían defenderse pero yo no era un ser neutral, ¿eso me hace culpable de entrometerme?, ¿me justifica? Fui visceral, fui ciegamente parcial, eran las consecuencias de tomar partido, lo sabía y lo acepté solemnemente. Pero ojalá hubiera sido lo suficientemente fuerte y sensata como para sobrellevar esas consecuencias… no fue así, lógicamente después de tragarme todos y cada uno de los momentos dolorosos, de frustración, de tristeza, de coraje, todo lo vomitaba en mi casa, en mi espacio, y no siempre a solas… uno siempre se lleva entre las patas a quien menos debe.
Mi mujer me apoyaba, nunca he conocido a persona más solidaria que ella, fue amiga para mi madre, pañuelo de lágrimas y guerrera defensora, pero tuvo que sacudirme más de una vez para hacerme reaccionar cuando mi mundo se limitaba a la lucha entre mis padres. De pronto yo no estaba en mí, no tenía tiempo para ella, no hablaba de otra cosa que no fueran mis padres, siempre estaba un paso delante de mi madre, siempre un paso detrás de mi padre… Y varias veces, muchas tal vez, tuvo que rasgarme con palabras, reprenderme como niña pequeña y abrirme una herida para drenar lo que yo no podía soltar, lo podrido que traía dentro y que me estaba pudriendo a mí. Ella me rescató muchas veces de ahogarme en la amargura, me obligaba a salir, a hacer otras cosas, a dejar sola a mi madre para que también ella creciera, para que también ella sanara y para sanar yo.
Puedo imaginar qué habría sido de mí sin ella, en esos momentos en los que me obsesionaba y no dormía pensando en cómo resolver un asunto que no era mío, y no es nada agradable. Ella fue mi equilibrio y me salvó de la locura, y me mantuvo a flote hasta que decidí buscar ayuda profesional. Es difícil explicar lo que sentía en esos momentos, estaba en medio de una guerra en donde peleaba yo sola, en la que atacaba a mi padre y defendía a mi madre pero en realidad atacaba lo que odiaba y defendía lo que amaba, no a las personas sino a las esencias: mi familia era lo que se estaba muriendo, lo que se había quebrado y yo luchaba contra todo aquello que lo rasgaba cada vez más y trataba de remendar lo que quedaba sano, pero ya nada estaba intacto. Yo misma terminé de rasgar lo poco que se había salvado. Yo quería zurcir y remediar lo que quedaba de mi familia, pero a veces olvidaba que yo ya tenía mi propia familia y también debía protegerla… protegerla de mí misma.

martes, 22 de octubre de 2013

¡Sorpresa!



Pasaban de las cuatro de la tarde, estaba en mi trabajo y sonó mi radio. Era mi papá. Me dijo que quería informarme algo, entonces me alarmé, y así como va me dijo: “me voy de la casa, tu madre y yo nos separamos”. Entre otras cosas que en ese momento encontré sin sentido, yo me quedé hundida en esa frase, me quedé estancada en medio de la oración. Él fue muy condescendiente y me dijo mil veces que nada cambiaría entre nosotros. Yo sólo lloraba, frente a mi compañera de oficina y amiga, preguntaba por qué una y otra vez y seguía llorando. Después de decirme que nos veríamos en unos días y que estuviera al pendiente de mi mamá, colgamos. El resto de la jornada estuve en shock, no tenía ni siquiera fuerzas para pedir permiso e irme. Sólo seguí respirando.
Era viernes y yo no hablé con mi madre, no quería llamarla, ¿qué le diría, qué le preguntaría?  ¿A qué padre se le ocurre informarles a sus hijos por teléfono que deja a su madre? Era una sensación extremadamente rara, no sabía cómo enfrentar, cómo buscarlos, qué decir. Era como haberme hecho partícipe de algo atándome las manos. Vaya, ahora comprendo que mis manos siempre han estado atadas, y no como una prohibición sino porque no era mi problema. Pero así lo sentía.
La noche del sábado mi mamá fue a mi casa porque ya teníamos una cita para pasar una velada juntas. No dije nada, actué rara, tensa, con miedo, y ella estaba igual. Ya cuando se levantó para despedirse me lo dijo: “tu papá se fue esta mañana de la casa… pero volverá, me pidió unos días para despejar su mente y tranquilizarse… está muy presionado por el trabajo y bueno…”, palabras más, palabras menos. De pronto me sentí como mamá platicando con su hija adolescente, con pocas experiencias, dolida por su primer corazón roto. Creo que ahí comenzó mi camino de traspiés y errores, pero ¿qué hacía? Mi madre justificaba a mi padre por haberse ido, jurando que volvería en unos días más. Ella ni siquiera lloraba, decía que no lo haría porque sabía que él iba a regresar. No sé de dónde me salieron las palabras “cuando un hombre dice que necesita un tiempo es porque no tiene los pantalones para decir que no volverá”. Fue el momento del quiebre definitivo de la delicada relación con mi padre.
Le pedí que no esperara mucho, que no se ilusionara mucho y que se ocupara en otras cosas, que no pensara demasiado. Ella estaba tranquila o, mejor dicho, intentaba aparentarlo. Yo cada vez sentía menos fuerzas y más confusión, formaba parte de la situación pero con dos versiones distintas y sin nada que pudiera hacer. Estaba en medio pero como en una isla, sin poder ir ni a un lado ni al otro.
Pasaba el tiempo viendo a mi madre a diario y hablando con mi padre cada dos o tres días. La cita para vernos jamás llegó, le insistía y me decía que estaba muy ocupado. Mi hermana, quien vivía con mi madre, comenzó a reaccionar también, a su manera, y le insistí muchas veces a mi padre para reunirnos los tres y hablar. Siempre me daba largas y finalmente mi hermana se fue, salió huyendo de todo y se aisló. Aun no lo sé, espero que su reacción haya sido más saludable que la mía.
Conforme mi padre se negaba a verme y distanciaba las llamadas, mi mente ya viciada comenzó a hacerse más conjeturas de las normales. Comencé a presionarlo para vernos, a llamarle de repente para encontrarlo en donde estuviera y nunca podía decírmelo. Comencé a buscar. Aquí viene la primera confesión de algo de lo que no me enorgullezco en absoluto: lo investigué desde las redes sociales hasta los registros de propiedades. Como dije en un post anterior, el que busca, encuentra. Y encontré.
Cuando supe que había toda una vida paralela a la que conocíamos, me encontré en la disyuntiva entre decirle a mi madre para que dejara de esperar o enfrentarlo a él para que dejara de mentirle. La finalidad era la misma, evitarle un segundo daño a ella. Si él ya se iba a ir, ¿por qué no le dijo sus verdaderas razones, por qué engañarla diciendo que volvería cuando no era su intención? Ya lo he dicho antes, la comunicación con mi padre no era muy estrecha y cualquier cuestionamiento de mi parte lo recibía de muy mala gana y jamás llegábamos a nada, así que me decidí por contarle todo a mamá.
No fue tan fácil como suena, me enfermé, me dio fiebre, diarrea, migraña, insomnio… ¿cómo decirle a mi madre que su marido, mi padre, tenía otra vida, y que mucha gente lo sabía menos ella? Era mi padre, estaría descubriendo a mi padre, ¡era mi padre! Pero yo sólo quería que ella dejara de esperar, yo sabía lo que era esperar algo que no llegaría, hacerse pedazos imaginando lo que jamás sucedería, justificar a alguien que te lastima sólo porque no quieres que se vaya. Era mi madre, lógicamente con más vivencias que yo, pero sentía que ella no había sufrido ese tipo de dolores jamás, y yo sabía muy bien lo que se sentía. Era infinitamente doloroso verla sentadita en el patio de su casa, perfumada, arreglada, todas las noches esperando a que él llegara. Pero él no regresaría, y se lo dije, pero esta vez con argumentos “reales”.
Con fiebre, con dolor de estómago y ojeras de tres días, la miré a los ojos: “mi papá no regresará”. “¿Por qué estás diciendo eso?” Le conté todo lo que sabía, su otra vida. Le rompí el mundo, como lo iba a hacer él tarde o temprano. Pero lo hice yo. No sé si fue malo o bueno, si de todas formas sufriría, si de cualquier manera lo sabría por él mismo o por cualquier otra persona. Pero fui yo quien se lo dijo, quien la hizo llorar como niña, quien la lastimó. Y al verla así, frágil, rota, me convertí en fiera y la adopté, autonombrándome su protectora ilimitada, como si yo no fuera a sentir nada. Me transformé en escudo y me llené de rasguños, y de todos modos no pude evitarle el sufrimiento.
La lastimé a ella diciéndole una verdad que no era mía, y lo lastimé a él al descubrirlo sin haberlo hablado primero. Y nada de eso era mi verdad. Me creí perfecta y lo acusé de todo aquello de lo que él siempre acusaba a los demás. Hice lo que tanto critiqué de él, porque yo tampoco era perfecta. No sé si hice mal, no me arrepiento de nada pero ahora soy capaz de ver lo malo de mis acciones, las alternativas que no vislumbré en esos momentos.
No me arrepiento de nada pero tal vez había otros caminos que no fui capaz de tomar.

martes, 15 de octubre de 2013

Intermedio



Desde que publiqué la última parte de los antecedentes he estado pensando mucho, divagando a veces, otras reflexionando o intentándolo al menos. He pensado en qué caso tiene escribir esto, en que estoy ventilando cosas muy íntimas no sólo mías sino de mi familia, aunque trato de no hablar sobre ellos sino sobre mí respecto a ellos, es muy difícil distinguir la línea. Luego recuerdo que mi primera idea fue escribir como retroalimentación personal, después para buscar nuevas respuestas, abrir nuevas puertas y encontrar paz en una segunda (o tercera o quinta) fase de mi propio proceso. Y finalmente, pensé que podría servirle a alguien porque cuando yo lo necesité, no encontré nada afín a mis vivencias. Como dije en un post anterior: la empatía es a veces más valiosa que la sabiduría.
Y así, sin estar muy segura del porqué lo hago, vuelvo a escribir y a publicar. Con lo poco que he hecho ya logré bastante y agradezco a quienes se han tomado el tiempo de leer y comentar porque han sido piedras en este proceso de reconstrucción.
Hace tres años escribí un cuentecillo en la clase de narrativa de un diplomado en creación literaria, fue publicado y salió de mi cuaderno, pero aquí sigue como piedra de Stonehenge, erigido como colosal recuerdo de aquel día. Lo comparto antes de continuar y después de contar los antecedentes porque es el parteaguas de mi vida, marca el día cero, el instante en que la deconstrucción comenzó a gestarse.

Deconstrucción
(o cuando no sólo los niños lloran)
Antes de colgar el teléfono ya no podía hablar, casi ni escuchar. Mi padre trataba de calmarme diciendo que era lo mejor, que pronto estaríamos bien y que mi bienestar era lo más importante de su vida. Y mientras lo decía, lo más importante de la mía se desintegraba. El concepto de familia. Mi concepto de familia. El concepto de mi familia. Junto a ella la lealtad, la honestidad, la solidaridad, la confianza, el amor, y en su lugar se levantaba, lúgubre, la traición. Un nuevo concepto de familia se convertía en la antítesis pura de mi existencia.
Todo empeoró cuando vi a mi madre tratando de aparentar una tranquilidad que no recobraría en mucho tiempo. En sus ojos quebrados de llanto seco se me fueron las preguntas, mudas, de lo que significaba una familia que de pronto se rompía en tres pedazos y yo y sólo yo me quedaba con ella. Sumando la ausencia de mi padre, de quien ese dolor por teléfono no era más que un estatequieto, a la de mi hermano, frío y lejano, la familia que yo tenía como base de toda mi existencia no existía más. Las palabras se revolcaban en mi cabeza: familia, incondicionalidad, lealtad, familia, cuatro, abandono, familia, furia, familia.
“Eres tú, eres única en mi vida, eres lo que yo anhelaba para darte el corazón”. Los Moon Lights comenzaron a escucharse como si una remota bocina se hubiera encendido de pronto. Era su canción y normalmente me recordaba a los dos bailando en una fiesta noventera, enamorados. Ahora sólo creaba una confusión insoportable en donde, como en el mundo de John Malkovich cuando se mete a su cabeza y mira a través de sus ojos y todos fuera de él son él mismo, ahora yo me convertía en el esposo ausente, en la esposa engañada, en el hijo indiferente. Pero a la otra hija, la que soy, no sabía afrontarla. La estructura familiar padre junto a madre soportando a los hijos, como una torre bien cimentada, pasaba a ser una columna débil sin cimientos en donde yo era esa columna y mi madre la gran trabe que yo debía sostener.
En la ingeniería hay una regla: las bases deben ser más fuertes que lo que soportan o todo se derrumbará. Mi tranquilidad mental se basaba en ese precepto por demás experimentado en mi vida, los cimientos fuertes que mis padres como matrimonio me habían colocado, me dejaban fraguar las columnas que yo quisiera sobre esa gran losa de cimentación. Ese día, sin embargo, la losa se quebró: No tenía el suficiente acero, el colado había sido pobre, pero los vicios ocultos eran lo más impresionante. Me convertí entonces en la deconstrucción andante. Ahora soy una columna rota que ya no sabe cuál es su papel.