lunes, 30 de septiembre de 2013

Entrando en antecedentes (Parte 1)




He escuchado muchas veces decir que es mejor una separación de la pareja que una vida juntos llena de malos momentos, y supongo que eso tiene mucha razón. Pero no, en el caso de mi familia no aplicaba. Durante los casi treintaitrés años (1) que tuve a mis padres juntos viví en un hogar lleno de armonía, respeto y apoyo. Recuerdo que siempre me llamó la atención, desde muy pequeña, que ellos tuvieran su propio lenguaje, sus propios códigos y claves con los que se daban a entender, se contaban cosas, reían y debatían sobre temas jamás mencionados. De pronto mi papá decía “¿te acuerdas que…?” y mi mamá respondía “sí, ya se resolvió”, luego él volvía a hablar “pero este muchacho, ¿entonces…?”, “pues tal se lo dijo y con eso fue suficiente…”, seguían la conversación extraña, comentaban alguna conclusión y tantán. ¿Quién era ese muchacho, qué se resolvió, quién era tal? Nada de eso yo lo sabía ni lo entendía y la única vez que se me ocurrió preguntar me quedó claro que ese lenguaje era exclusivo de ellos “son pláticas de tus padres, niña, no son de tu incumbencia”. A veces me quedaba cerca, me gustaba escuchar sus charlas en clave y trataba de descifrarlas, les ponía posibles nombres a los personajes o intentaba descubrir quiénes eran con lo poco que alcanzaba a entender. Era divertido y me preguntaba si yo sería capaz de crear un lenguaje igual de secreto con quien llegara a ser mi pareja de vida.
Ese detalle, entre muchos otros igual de agradables, llenaban mi vida de una tranquilidad familiar exquisita: mientras mis padres estuvieran bien, nada podría estar mal. La consecuencia de tanta maravilla era, en mi lógica mental cotidiana, más maravilla, por supuesto. Por lo tanto, el derrumbe de mi familia no cabía en mi cabeza, no había señales, no existían posibilidades.
Obviamente un tiempo antes de la separación percibía problemas, ausencia de mi padre, silencio de mi madre, pero fue un breve tiempo, el suficiente apenas para comenzar a ver y pensar “vaya, han de estar pasando por una crisis, pero habrá de resolverse”. Ciertamente en esos treintaitrés años hubo algunos problemas fuertes de los que yo me di cuenta, pero fueron realmente pocos, y yo admiraba que su amor hubiera sido más fuerte y siguieran juntos, pero juntos de verdad, sin peleas, con acuerdos mutuos y con amor. Así que cuando mi padre me llamó al radio para informarme que se iba de casa y pedirme que estuviera cerca de mi madre, yo entré en shock. Después cuando mi madre me contó sobre la partida dos días después, el shock empeoró. Y conforme pasaban los días y veía que la situación se tornaba más y más definitiva, quedé en pausa, mi mundo quedó en pausa. Mi mente se bloqueó, mi vida tronó. No podía entenderlo, no podía siquiera aceptar ni en un mundo paralelo lo que estaba sucediendo. Era ilógico, absurdo, inimaginable. Era simplemente increíble, literalmente increíble.
Yo he tenido un problema psicológico toda mi vida: a mis manías naturales se puede sumar que mis padres me educaron en base a una lógica de acciones y reacciones, casi como un método científico, con una lista infinita de consideraciones a la que le sigue una lista igualmente infinita de situaciones y a ésta, a su vez, una lista infinita de conclusiones. En mi cabeza todo está acomodado en lockers o en casillas como las de Excel, toda la realidad está vaciada en un archivo de Excel mental en donde verticalmente hay ciertos conceptos y horizontalmente otros y los cruces de ellos generan situaciones y juntos llegan a una sumatoria, y así hasta el infinito. En resumen, todo, absolutamente todo tiene un porqué. Así había funcionado mi mente siempre. Por lo tanto, cuando llegó la situación de la separación no encontraba situaciones que hubieran llevado a esa conclusión, no identificaba acciones que provocaran esa reacción, no había una casilla en donde acomodar ese concepto pues no existían circunstancias previas ni en las columnas ni en las líneas. Simplemente mi cabeza no lo entendía y, como fórmula físico-matemática errónea, esa situación creó una paradoja inconmensurable en mi mente que provocó que todo explotara, como un universo en su big bang. Todo estaba fuera de su sitio, nada checaba. Mi cabeza había explotado y mi corazón, bueno, ese se convirtió en una cascada interminable que sólo hallaba salida por mis ojos, cascadas también que no encontraban el final.
Mi pregunta resumida era “¿porqué se separan, qué pasó?”, yo no había visto nada, jamás lo vi venir. La búsqueda de esa respuesta me tuvo en el limbo por mucho, muchísimo tiempo. En ese limbo yo me convertí en una niña pequeña e indefensa, hecha bolita en un rincón, y me golpeaba con los puños tratando de abrir la cabeza que me punzaba, que estaba llena de lava y piedras ardientes que me picaban por todos lados. Todo era ansiedad, angustia, desesperación. No había día que no amaneciera llorando, me bañaba y me vestía como autómata, la regadera me ayudaba a despejarme un poco pero apenas encendía el carro y el interminable camino hacia el trabajo se convertía en laguna. Les llamaba por teléfono para saber cómo estaban e, independientemente de su respuesta, el escucharlos hacía crecer mi ansiedad. Quería llegar a su casa y verlos juntos, que papá regresara y mamá lo recibiera. Que todo siguiera siendo tan perfecto como antes. Pero resultó que nada había sido perfecto. Nunca.
En mi paso por ese limbo seguí un camino aún más espinoso del que pude haber seguido y, a sabiendas de que me convertiría en verdugo y que seguramente al comenzar ese camino ya no podría dar marcha atrás, di el primer paso y seguí. Me convertí en los ojos de mi madre, y no sólo en sus ojos, también en sus oídos, en sus manos, en su escudo. Me convertí en su madre y, como toda madre, en fiera cuando lastiman a sus crías. Ella no era mi cría pero yo la adopté, la hice ovillo en mi regazo y aullé, ladré y lancé mordidas a diestra y siniestra para protegerla, en un inútil y estúpido intento por hacerla sufrir menos.
Es por esto que me parecía absurdo el consejo que me dieron muchas veces y que encontré en la poca bibliografía que leí, ese de no tomar partido y mantenerse al margen. Felicito enormemente a quien lo haya logrado. Yo no pude, no en las circunstancias de este proceso, no con mi apego emocional ni con las tripas que me cargo. Aquí apenas comenzaba el infierno.


1.       En casa de mis padres viví hasta los veintisiete años, a esa edad me fui a vivir sola y a los treintaidós comencé a vivir con mi pareja. Aun así, las visitas a su casa eran si no diarias, al menos tres veces por semana. Pocas veces dejaba pasar más de un fin de semana sin visitarlos.

lunes, 23 de septiembre de 2013

La gracia de pedir ayuda



Siempre que tengo una duda o quiero conocer varias versiones de algo, corro a buscar un libro, diccionario o, en últimas fechas, a navegar por internet. El problema es que este hábito no lo he sabido aplicar cuando las dudas o las ansias de la incertidumbre se refieren a mis emociones. Trataré de aclarar: Cuando me siento desubicada, deprimida, eufórica y no sé cómo reaccionar o sobrellevar o contrarrestar esa emoción, allí nunca se me ocurre buscar libros, diccionarios o navegar, más bien me hago ojo de hormiga hasta que el problema, que seguro era pequeñito, me rebasa y de plano salgo corriendo a pedir ayuda a las personas muy pero muy cercanas a mí o a un especialista. Como suele suceder, uno se vuelve un héroe para cosas sin importancia pero el disfraz queda olvidado cuando hay que rescatarse a uno mismo.
Por esa razón, cuando comenzó el asunto de la separación de mis padres, en lugar de buscar a personas que hubieran pasado por lo mismo, de preguntar, de querer saber y de pedir consejos, me encerré en lo que estaba viviendo y, hasta que no aguanté la presión y la depresión, fui a dar con una terapeuta. Y a casi seis meses de terapia se me ocurrió buscar bibliografía del tema. Supongo –y con esta suposición pretendo justificarme conmigo misma- que apenas pasado más de un año y medio de la separación, pude alejarme lo suficiente de la situación como para compararla con otras y analizar un poquito más fríamente. Y entonces me encontré con que, vaya, hay muy poco para encontrar.
He visitado varios sitios de internet que tratan de los hijos del divorcio, muchos dan consejos para que los padres sepan hablar de esto a sus hijos pequeños, otros van dirigidos a los adolescentes. Incluso varias páginas religiosas hablan del tema de una manera muy propositiva pero siempre dirigidos a los padres con hijos niños/adolescentes o a los mismos niños/adolescentes; muy pocas hablan de los hijos adultos. ¿Dónde quedan, pues, los consejos para afrontar una situación así en hijos adultos?, ¿de qué forma podemos apoyar a nuestros padres sin convertirnos en sus propios padres?, ¿de qué forma seguimos nuestra vida sin hundirnos en la depresión de ver nuestro nido, al que siempre creímos poder regresar y encontrarlo intacto, ahora devastado y, al mismo tiempo, ver a sus antiguos ocupantes –nuestros padres- en medio de una guerra, sufriendo o atacando? Seguramente habrá más bibliografía que no he encontrado ya que, como adulta que soy y que todo lo complico, tal vez espero ver en el buscador de internet o en los estantes de las librerías unas letras rojas y parpadeantes que, al compás de una alarma digan: “guía para ti, hija adulta de nombre N de padres separados que están en proceso de divorcio, que buscas salir del trance que supone el quebranto de tu base familiar”. Poca cosa.
Para mí no fue suficiente el actuar como adulta, tratando de convencerme a diario de que yo podía con eso y más. No pude y necesité ayuda. Tenía ya un año despistando al enemigo, la depresión, sacándole la vuelta. Cuando necesitaba llorar, cambiaba de tema. Cuando necesitaba gritar, lloriqueaba a solas, escribía cartas, poemas de rencor, ensayitos placebianos. Desde el primer día creí que dejando de lado los sentimientos de frustración, furia, decepción, abandono, desorientación, llegaría el momento en que desaparecerían. Vaya, ¡yo ya era toda una adulta!, ¿cómo iba a afectarme la separación de mis padres? Ya no era una niña para llorar entre semana por no ver a papá y el fin de semana por no ver a mamá.
A la larga me creí fuerte y vencedora: “ellos se están divorciando, yo todo cool”. Pero no podía hablar del tema, no podía ni siquiera pensarlo porque aparecía un nudo enorme en mi garganta. Poco a poco el cansancio me llegó en las mañanas, no podía despertar, me dolía el cuerpo, la cabeza, me enfermaba con facilidad y sin razón aparente. Consulté médicos, me hice análisis de todo tipo y mi salud física estaba en perfectas condiciones. Entonces a mis médicos se les ocurrió preguntarme por mi vida personal. Sobra decir que poco pude contarles, la garganta se me cerraba y las lágrimas no me dejaban ver. Me recomendaron ver a un especialista. Aún así le di largas al asunto hasta que me sentí tan quebrada, como una columna rota, y con mucha pena –porque hasta me daba pena- le confesé a mi pareja que los médicos tal vez tenían un poco de razón. Y decidí hacer la cita con la especialista.
Ese, debo decir, fue un enorme paso para comenzar a adaptarme a esta nueva vida. Fue de hecho el primer paso concreto y real, una verdadera hazaña, realmente toda una gracia. Afortunadamente he contado con dos personas (en cierto modo ajenas a la situación) que han estado conmigo: Mi pareja, que es mi apoyo y mi guía cuando no puedo ver, y mi terapeuta, en quien confío y que me sacude cuando no camino como sabe que puedo hacerlo. Espero que algo de lo que escriba le sirva a alguien que también se decida a buscar, no para resolver los problemas pero sí para encontrar un poco de empatía, que a veces es más útil que la misma sabiduría. Por mi parte, escribirlo ya es reconfortante.