He escuchado muchas veces decir que
es mejor una separación de la pareja que una vida juntos llena de malos
momentos, y supongo que eso tiene mucha razón. Pero no, en el caso de mi
familia no aplicaba. Durante los casi treintaitrés años (1) que tuve a mis
padres juntos viví en un hogar lleno de armonía, respeto y apoyo. Recuerdo que
siempre me llamó la atención, desde muy pequeña, que ellos tuvieran su propio lenguaje,
sus propios códigos y claves con los que se daban a entender, se contaban
cosas, reían y debatían sobre temas jamás mencionados. De pronto mi papá decía “¿te
acuerdas que…?” y mi mamá respondía “sí, ya se resolvió”, luego él volvía a
hablar “pero este muchacho, ¿entonces…?”, “pues tal se lo dijo y con eso fue
suficiente…”, seguían la conversación extraña, comentaban alguna conclusión y
tantán. ¿Quién era ese muchacho, qué se resolvió, quién era tal? Nada de eso yo
lo sabía ni lo entendía y la única vez que se me ocurrió preguntar me quedó
claro que ese lenguaje era exclusivo de ellos “son pláticas de tus padres,
niña, no son de tu incumbencia”. A veces me quedaba cerca, me gustaba escuchar
sus charlas en clave y trataba de descifrarlas, les ponía posibles nombres a
los personajes o intentaba descubrir quiénes eran con lo poco que alcanzaba a
entender. Era divertido y me preguntaba si yo sería capaz de crear un lenguaje
igual de secreto con quien llegara a ser mi pareja de vida.
Ese detalle, entre muchos otros
igual de agradables, llenaban mi vida de una tranquilidad familiar exquisita:
mientras mis padres estuvieran bien, nada podría estar mal. La consecuencia de
tanta maravilla era, en mi lógica mental cotidiana, más maravilla, por
supuesto. Por lo tanto, el derrumbe de mi familia no cabía en mi cabeza, no
había señales, no existían posibilidades.
Obviamente un tiempo antes de la
separación percibía problemas, ausencia de mi padre, silencio de mi madre, pero
fue un breve tiempo, el suficiente apenas para comenzar a ver y pensar “vaya,
han de estar pasando por una crisis, pero habrá de resolverse”. Ciertamente en
esos treintaitrés años hubo algunos problemas fuertes de los que yo me di
cuenta, pero fueron realmente pocos, y yo admiraba que su amor hubiera sido más
fuerte y siguieran juntos, pero juntos de verdad, sin peleas, con acuerdos
mutuos y con amor. Así que cuando mi padre me llamó al radio para informarme
que se iba de casa y pedirme que estuviera cerca de mi madre, yo entré en
shock. Después cuando mi madre me contó sobre la partida dos días después, el
shock empeoró. Y conforme pasaban los días y veía que la situación se tornaba
más y más definitiva, quedé en pausa, mi mundo quedó en pausa. Mi mente se
bloqueó, mi vida tronó. No podía entenderlo, no podía siquiera aceptar ni en un
mundo paralelo lo que estaba sucediendo. Era ilógico, absurdo, inimaginable. Era
simplemente increíble, literalmente increíble.
Yo he tenido un problema psicológico
toda mi vida: a mis manías naturales se puede sumar que mis padres me educaron
en base a una lógica de acciones y reacciones, casi como un método científico,
con una lista infinita de consideraciones a la que le sigue una lista igualmente
infinita de situaciones y a ésta, a su vez, una lista infinita de conclusiones.
En mi cabeza todo está acomodado en lockers
o en casillas como las de Excel, toda la realidad está vaciada en un archivo de
Excel mental en donde verticalmente hay ciertos conceptos y horizontalmente
otros y los cruces de ellos generan situaciones y juntos llegan a una sumatoria,
y así hasta el infinito. En resumen, todo, absolutamente todo tiene un porqué. Así
había funcionado mi mente siempre. Por lo tanto, cuando llegó la situación de
la separación no encontraba situaciones que hubieran llevado a esa conclusión,
no identificaba acciones que provocaran esa reacción, no había una casilla en
donde acomodar ese concepto pues no existían circunstancias previas ni en las
columnas ni en las líneas. Simplemente mi cabeza no lo entendía y, como fórmula
físico-matemática errónea, esa situación creó una paradoja inconmensurable en
mi mente que provocó que todo explotara, como un universo en su big bang. Todo estaba fuera de su sitio,
nada checaba. Mi cabeza había explotado y mi corazón, bueno, ese se convirtió
en una cascada interminable que sólo hallaba salida por mis ojos, cascadas
también que no encontraban el final.
Mi pregunta resumida era “¿porqué se
separan, qué pasó?”, yo no había visto nada, jamás lo vi venir. La búsqueda de
esa respuesta me tuvo en el limbo por mucho, muchísimo tiempo. En ese limbo yo me
convertí en una niña pequeña e indefensa, hecha bolita en un rincón, y me
golpeaba con los puños tratando de abrir la cabeza que me punzaba, que estaba
llena de lava y piedras ardientes que me picaban por todos lados. Todo era
ansiedad, angustia, desesperación. No había día que no amaneciera llorando, me
bañaba y me vestía como autómata, la regadera me ayudaba a despejarme un poco
pero apenas encendía el carro y el interminable camino hacia el trabajo se
convertía en laguna. Les llamaba por teléfono para saber cómo estaban e,
independientemente de su respuesta, el escucharlos hacía crecer mi ansiedad. Quería
llegar a su casa y verlos juntos, que papá regresara y mamá lo recibiera. Que todo
siguiera siendo tan perfecto como antes. Pero resultó que nada había sido
perfecto. Nunca.
En mi paso por ese limbo seguí un
camino aún más espinoso del que pude haber seguido y, a sabiendas de que me
convertiría en verdugo y que seguramente al comenzar ese camino ya no podría
dar marcha atrás, di el primer paso y seguí. Me convertí en los ojos de mi
madre, y no sólo en sus ojos, también en sus oídos, en sus manos, en su escudo.
Me convertí en su madre y, como toda madre, en fiera cuando lastiman a sus
crías. Ella no era mi cría pero yo la adopté, la hice ovillo en mi regazo y aullé,
ladré y lancé mordidas a diestra y siniestra para protegerla, en un inútil y
estúpido intento por hacerla sufrir menos.
Es por esto que me parecía absurdo
el consejo que me dieron muchas veces y que encontré en la poca bibliografía
que leí, ese de no tomar partido y mantenerse al margen. Felicito enormemente a
quien lo haya logrado. Yo no pude, no en las circunstancias de este proceso, no
con mi apego emocional ni con las tripas que me cargo. Aquí apenas comenzaba el
infierno.
1.
En
casa de mis padres viví hasta los veintisiete años, a esa edad me fui a vivir
sola y a los treintaidós comencé a vivir con mi pareja. Aun así, las visitas a
su casa eran si no diarias, al menos tres veces por semana. Pocas veces dejaba
pasar más de un fin de semana sin visitarlos.