martes, 26 de noviembre de 2013

¡Que comience la fiesta!



En vista de los trancazos que me estaba dando y los que le estaba dando a mi familia, finalmente acudí con la psicóloga. Ya había estado antes con ella, años atrás, resolviendo un tema arrastrado desde la infancia y, aunque aquella vez no terminé la terapia, sí arreglé la mayor parte del problema. Como sea, nada de lo vivido anteriormente, ni mis peores depresiones, se comparaban con lo que estaba viviendo en esos momentos.
Mi queridísima terapeuta tiene un método de trabajo muy práctico, cosa que a mí me funciona de maravilla ya que yo soy todo lo opuesto, deben ponerme en cintura. De entrada tuve que hablarle del problema que me afligía, pero sin extenderme toda la hora de la sesión: tendría apenas unos minutos para concretarlo. Esto es algo que admiro de ella, su capacidad de vislumbrar cuando uno comienza a divagar y a viajarse en “pequeñeces” para traernos de regreso al punto principal… obvio, no es casualidad, es una profesional, pero a uno le parece que todo detalle, todo antecedente, cualquier nimiedad es un gran porcentaje del problema. Bueno, ella me regresaba al camino a cada momento, con preguntas muy certeras y concisas. Así redactamos una “lista” de metas a lograr para trabajar durante las 15 a 16 sesiones programadas, que al final fueron 21. Esta lista incluía varios puntos pero el principal era, como lo he mencionado en otras entradas, el entender porqué se separaba mi familia. Sin embargo, otros puntos de la lista mucho más aterrizados eran comprender a mi padre como ser humano, como hombre, deshacerme de rencor y coraje, dejar a mi mamá lo suficientemente sola para que ella viviera lo que tuviera que vivir, confiar en ella como adulta independiente, cambiar el odio hacia la familia paterna por indiferencia, etcétera.
Mi terapeuta practica la hipnosis ericksoniana, así que desde la primera sesión trabajamos de esa manera. Por si no conocen esta técnica, les platicaré desde mi visión de paciente:
Primero la terapeuta realiza una serie de preguntas que van encaminadas en una primera parte a definir el problema (yo lo llamaría subproblema ya que consiste en ir aterrizando el problema global en pequeñas partecitas más manejables para ir resolviendo de lo particular a lo general), en una segunda parte a definir la solución idónea. Después uno se recuesta cómodamente en el sofá y comienza la guía de su voz hacia un estado no inconsciente sino más abierto, más perceptivo. Según me ha explicado, el ejercicio no consiste en dormirte y que te aprendas las cosas de memoria sin entenderlas, sino en estar consciente con todos los sentidos, de tal forma que tu subconsciente también esté despierto y, mientras tu consciencia se da cuenta de todo, tu subconsciente va grabándolo todo y mientras tú sigues tu vida normal, dentro de ti está trabajando, se está desarrollando esa solución idónea y va marcando las pautas necesarias para que finalmente se realice en tu realidad cotidiana, tan natural que ni cuenta te habrás dado.
Bien, nunca sientes que te duermes ni que te vas y jamás dejas de percibir todo lo que sucede a tu alrededor, pero mientras tu consciencia se concentra en el sonido de su voz o en el aire acondicionado o en el camión que va pasando afuera, tu subconsciente escucha lo que ya habías dicho antes y que ella sólo repite: “yo tenía este problema, solía vivir así y asá, sentir esto y aquello y tal cosa me causaba tal y tal…”, vienen después muchas palabras de tranquilidad, de calidez, y vuelve a empezar pero ahora en otro sentido: “ahora mi problema tal se resolvió, veo esto, siento aquello, soy tal y tal…”, y mientras dice esta segunda parte va haciendo preguntas como si logras ver una sensación, sí, verla, en una imagen, en un color, en un recuerdo, si pasa algo ahí dentro, si escuchas, si sientes, si quieres… después sigue con palabras de tranquilidad y finaliza el trance. Despiertas, te sientes amodorrado pero no dormido, a menos claro que haya sido un ejercicio muy fuerte. A mí me pasó varias veces, después de finalizar el ejercicio debía quedarme un buen rato sentada hasta regresar completamente no del trance (de ese ella te saca) sino de la emoción del trance (esa sí es muy personal).
Sales de la consulta, te vas, rememoras todo el ejercicio y te das cuenta de que muchas cosas no las recuerdas bien, no exactas, que te has perdido de instantes o que hubieras respondido tal cosa en lugar de otra. Fuera de eso no te sientes más fuerte o más delgado o menos emocional o más feliz, sin embargo sientes algo distinto. Pasa el día, pasa la noche y, con las cosas del diario, te olvidas de la sesión hasta la siguiente. Pero en medio de la semana, o quincena o mes entre una sesión y otra, te topas con una situación parecida a las que vivías antes, en las que antes respondías con coraje, con violencia o con ansiedad, en cambio ahora sin pensarlo siquiera sólo ignoras el asunto, o le pones un punto final definitivo. No te das cuenta de nada hasta que te alejas y, al pensar en lo que acaba de pasar, recuerdas que esa no era tu respuesta habitual, que has logrado lo que querías y que sucedió así, sin planearlo, sin pensarlo, sin decidirlo. ¿Porqué? Porque ya lo habías decidido antes, en aquella sesión con la terapeuta, tu solución idónea que ella releyó a la hora de la hipnosis se externó, la actuaste, la viviste, porque siempre fue tuya, sólo había que abrirle la puerta.
Todo suena fantástico e increíble, y lo es. Por ahora hasta aquí me quedaré pero en la siguiente entrada ejemplificaré este ejercicio con mis experiencias, claro, que de eso se trata.

martes, 12 de noviembre de 2013

Los retazos



Y así tomé un camino, no muy convencida, sí muy enojada. Me dediqué a recopilar información, como estudiante investigando para confirmar sus hipótesis. Vaya, siempre fui muy buena para esas materias de métodos de investigación y formación de tesis y tesinas. Pero como esto no era un trabajo académico, le dediqué más tiempo y fuerza que a nada. Suelo ser muy obsesiva con las cosas que me interesan, obsesiva al punto de la compulsión, y esta situación fue la prueba de fuego.
Al paso de los días, mi padre finalmente fue cambiando de actitud hasta aceptar que no volvería y comenzó los trámites del divorcio. Bueno, eso yo lo veía venir desde el principio y traté de que a mi madre no le sorprendiera pero claro, eso fue imposible. Comenzaron pues los tratos legales, los acuerdos entre ellos, cosas más, cosas menos, y a cuatro meses de la separación tuve el último diálogo con mi padre. Fue, más que diálogo, una discusión por radio que no llevó a ninguna solución. Yo le pedía que cumpliera con cierto compromiso económico de la casa familiar mientras él se negaba y me dejaba a mí la responsabilidad de ayudar a mi madre a resolverlo. Qué conveniente, yo no podía meterme en sus asuntos pero sí debía ayudar a mi madre a resolver los problemas que estos asuntos generaran, poca cosa.
El diálogo se transformó en discusión y terminó en insultos. Jamás le dije una grosería, nunca lo ofendí con palabras, pero el enfrentarlo y exigirle que cumpliera con algo fue para él una ofensa, ¿quién era yo para exigirle tal cosa?, ¿quién era si no sólo una hija? Yo por mi parte me tragué sus insultos, y aunque me siguen doliendo como en ese día, ahora puedo entender que fue su mecanismo de defensa, ¿qué hacemos todos cuando nos sentimos atacados y no tenemos armas para defendernos, argumentos verdaderos?, pues peleamos como gato panza-arriba y atacamos, sin sentido, sin ton ni son, sólo atacamos. Sí, no me deja de doler pero lo entiendo, ahora lo entiendo. ¿Qué hacía? Su hija le reclamaba cierta obligación que no era con ella, ¿porqué darle explicaciones?
Fui intermediaria en esa y otras ocasiones, muchas de ellas sin que mi madre lo supiera. Fui testigo y parte de todo el proceso legal del divorcio, el acuerdo que no se pudo lograr, las pruebas que yo aporté para el expediente, las citas con el licenciado en donde casi siempre yo estaba presente… incluso lo acusé de vendido cuando las cosas no salieron como estaban planeadas. Pero ¿qué era verdad y qué no lo era? De acuerdo, había aspectos que debían defenderse pero yo no era un ser neutral, ¿eso me hace culpable de entrometerme?, ¿me justifica? Fui visceral, fui ciegamente parcial, eran las consecuencias de tomar partido, lo sabía y lo acepté solemnemente. Pero ojalá hubiera sido lo suficientemente fuerte y sensata como para sobrellevar esas consecuencias… no fue así, lógicamente después de tragarme todos y cada uno de los momentos dolorosos, de frustración, de tristeza, de coraje, todo lo vomitaba en mi casa, en mi espacio, y no siempre a solas… uno siempre se lleva entre las patas a quien menos debe.
Mi mujer me apoyaba, nunca he conocido a persona más solidaria que ella, fue amiga para mi madre, pañuelo de lágrimas y guerrera defensora, pero tuvo que sacudirme más de una vez para hacerme reaccionar cuando mi mundo se limitaba a la lucha entre mis padres. De pronto yo no estaba en mí, no tenía tiempo para ella, no hablaba de otra cosa que no fueran mis padres, siempre estaba un paso delante de mi madre, siempre un paso detrás de mi padre… Y varias veces, muchas tal vez, tuvo que rasgarme con palabras, reprenderme como niña pequeña y abrirme una herida para drenar lo que yo no podía soltar, lo podrido que traía dentro y que me estaba pudriendo a mí. Ella me rescató muchas veces de ahogarme en la amargura, me obligaba a salir, a hacer otras cosas, a dejar sola a mi madre para que también ella creciera, para que también ella sanara y para sanar yo.
Puedo imaginar qué habría sido de mí sin ella, en esos momentos en los que me obsesionaba y no dormía pensando en cómo resolver un asunto que no era mío, y no es nada agradable. Ella fue mi equilibrio y me salvó de la locura, y me mantuvo a flote hasta que decidí buscar ayuda profesional. Es difícil explicar lo que sentía en esos momentos, estaba en medio de una guerra en donde peleaba yo sola, en la que atacaba a mi padre y defendía a mi madre pero en realidad atacaba lo que odiaba y defendía lo que amaba, no a las personas sino a las esencias: mi familia era lo que se estaba muriendo, lo que se había quebrado y yo luchaba contra todo aquello que lo rasgaba cada vez más y trataba de remendar lo que quedaba sano, pero ya nada estaba intacto. Yo misma terminé de rasgar lo poco que se había salvado. Yo quería zurcir y remediar lo que quedaba de mi familia, pero a veces olvidaba que yo ya tenía mi propia familia y también debía protegerla… protegerla de mí misma.